Diez de la noche. Por fin ha amainado el fuerte viento y nos dirigimos a la playa. El cielo se ve cubierto de grandes nubes oscuras que se confunden con el mar, no hay línea divisoria, ni principio ni fin. Nos sentamos en la arena húmeda, casi tocando a las olas. A lo lejos se divisan unas luces de colores, los edificios del pueblo más cercano. Unos puntitos aquí y allá en el mar delatan la presencia de algún faro, también en una pequeña isla próxima a la costa.
Escondido entre los pliegues de la oscuridad del mar, un pequeño barco de pescadores faena en silencio. Sólo le delata una lucecita roja que se desplaza lentamente. A veces desaparece un momento, luego vuelve a brillar unos metros más lejos. Casi sin darme cuenta me imagino al pescador solitario en la noche, entre esta oscuridad cerrada, y tengo la sensación que en cualquier momento, en un descuido, un ser de las profundidades va a aparecer de repente y arrastrarle al vacío.
Espero unos minutos pero nada sucede. La mar oscura permanece en calma.